12.9.10

1.

En sus últimos días, mi abuelo materno vivía en una de las zonas más pobres de la ciudad. Hasta muy poco antes de su muerte trabajó muy puntual, se levantaba a las 5 a.m. para repartir periódicos a varios voceadores del centro. Lo hacía por gusto, no tenía ninguna necesidad de trabajar, pues en la pequeña vecindad en la que ocupaba un diminuto cuarto sin puertas no sólo era respetado y querido, sino además era muy admirado por el modo en que le relataba las últimas noticias a quienes no sabían leer, hilando las historias de los días anteriores, extendiéndose meses atrás, incluso años.

El abuelo era muy alto, aún para su casi décima década de vida medía un metro noventa. Llegaba a veces los domingos a visitarnos, casi siempre nos daba dulces, para luego sentarse en un sillón a chupar un limón y tomar un tequila que le duraba lo que parecían ser horas y dormitar tranquilamente. No hacíamos ruido, no tanto por disciplina sino porque esa inmensa presencia imponía silencio. No me sentía capaz de mirarlo fijamente, por muchas ganas que tuviera, a lo más lo escuchaba murmurar: recitaba interminablemente nombres de calles, de avenidas, de referentes domiciliarios. Un tiempo había sido velador en una fábrica y mucho antes mensajero. Para él las calles lo eran todo, la única constante en un mundo cambiante.

En sus sueños seguramente recorría una y otra vez aquella ciudad a la que nutria con información, tocaba puertas y comía en algún mercado o donde lo alcanzara la hora. Tal vez la mitad de las personas y lugares que frecuentó ya no existen más.

Ahora, cada vez que el insomnio me deja despierto hasta las 5 a.m., pienso en él, en medio de ese mismo silencio de la madrugada que le debió ser alguna vez tan familiar.


2.

Camino por la calle donde vivo, es un día nublado, casi monocromo, la hora está indeterminada pero luce más como una tarde, cuando el sol declina sin destellos. Estoy solo, no hay peatones, ni siquiera veo a las personas en sus casas, ni pájaros, ni insectos, las ventanas están cerradas. Tampoco hay autos: ni estacionados ni en movimiento. En resumen, ninguna señal de vida. Todo el tiempo cae una lluvia suave, tan delgada que casi es una neblina, es un tipo de lluvia que sólo he visto en las montañas. Un rocío glacial me empapa la cara y las manos, miro hacia el final de la calle... veo una figura azul alargada que viene levitando lentamente desde detrás de un edificio de departamentos, flotando a unos seis metros del suelo. Se aproxima, vislumbro que es una inmensa serpiente de un azul oscuro muy especial, eléctrico y palpitante, de unos veinte metros de largo por ochenta centímetros de ancho, fina y abismal. Levita por encima de mí y veo desde abajo como corta el paso de la lluvia con su cuerpo. Indiferente, da la vuelta en la esquina, y se va...


3.

No recuerdo la hora del día, ni el momento exacto, pero pocos días después de haber ido hasta la casa del abuelo a celebrarle su cumpleaños, mi madre anunció lo inevitable:

- Tu abuelito acaba de morir.

Mire desconcertado hacia el sillón que alguna vez ocupó, con las palabras resonándome en mi mente de apenas cuatro años de edad.

-¿Eso que significa?-, pregunté a mi abuelo.

-Significa que a partir de ahora ya no podemos vernos, ni hablar-, me dijo, aún sentado, con la boca reseca y la mirada vacía, pero impecablemente vestido, tal y como fue siempre, desde mucho antes de que me hubiera conocido.


4.

La última vez que busqué sistemáticamente donde mudarme, di con una casa inmensa en la misma zona donde vivía mi abuelo. En realidad era más como un grupo de cuartos interconectados formando una letra U, en torno a una entrada y un patio común. Era una vivienda muy vulnerable, rodeada de una pared fácilmente escalable. Empero, la zona era muy tranquila, quizá demasiado. Me fue muy difícil llegar hasta ahí porque el transporte era muy escaso y remoto, caminé al menos unas veinte calles para llegar. Contaba con todos los servicios, aunque la luz eléctrica era más bien rutilante y el agua que surgía de las tuberías caía a cuentagotas sólo a ciertas horas del día.

Salí de ahí a media tarde, para descubrir que no contaba con vecinos. Caminé por las calles para catar la zona, los negocios cerrados y las casas abandonadas abundaban, mientras que en las pocas que sí lucían habitadas algunos ancianos miraban la televisión, casi sin interés. Muy cerca llegué a un parque que bordeé para aproximarme a una avenida más o menos transitada. Todos los juegos estaban descascarados y rotos, el césped crecía libre donde podía; donde no, los charcos y el barro florecían entre las grietas del asfalto. Un carrusel de caballos con base de resorte se oxidaba ante las últimas luces del sol, la humedad goteaba bajo sus barrigas y formaba un charco entre el líquido y el metal.

Me pensé viviendo allí, pero no ahora sino en muchos años. Me vi cada tarde envuelto en ese mismo crepúsculo que no parecía poder ser perturbado por nada ni nadie.

No fue la última vez que encontré un lugar así, mi ciudad es tan colosal que admite estas zonas muertas, como burbujas de alto vacío que lentamente se van expandiendo, absorbiendo su entorno con su imponente abandono y silencio. En ese instante, tuve la clara visión de que, algún día, toda la ciudad será exactamente así.


5.

Mi madre estaba lavando los trastes, como cada tarde: "Hoy me acordé de tu abuelito, de lo que soñé la noche que murió".

"Soñé que estaba en la azotea de este mismo edificio, el cielo lucía muy azul y soleado, yo estaba tendiendo unas sábanas. Miré hacia arriba y vi que entre las nubes había varias figuras entrando y saliendo de ellas: eran delfines. Todos los delfines comenzaron a dispersarse, excepto uno, que comenzó a dar de piruetas y silbar, justo encima mío. Por un momento se quedó quieto y me miró fijamente, hasta que de pronto comenzó a chasquear y silbar de nuevo. Entonces se alejó con los demás, se hundió entre las nubes. Ya no volví a verlo".

28.2.10

Camino por la calle donde está mi casa como durante cualquier otro día. Antes de llegar a la esquina veo a las primeras personas correr y escucho los primeros gritos lejanos. A unos cien metros veo la primer ráfaga de humo incomprensible. Es como un silencio abrupto que va aproximándose, primero desde lo lejos y después en todas direcciones. Sobreviene en un parpadeo, un cambio ligero pero sensible en el matiz de la luz, que va reflejándose en la superficie de metal, todo está cristalizándose en oro. El resultado es intransmisible: el asfalto, las construcciones, los postes, los cables, incluso el cielo: todo va adquiriendo la misma cromática y consistencia del oro. Desde donde estoy veo a quienes derriba la oleada dorada, se fracturan hechos trizas cuando caen al suelo debido a la inercia de la carrera. La oleada está a unos pocos metros de mí, me repliego sobre la pared en el estrecho espacio entre dos edificios contiguos. Evado por unos pocos segundos lo inevitable, los bordes de la estructura a mis extremos van tornándose dorados. Y se cierran.

24.2.10

Estoy en la casa materna, soy todavía un niño. Mi hermano tiene unos cuatro años y está frente a mí. Estamos solos en casa, es media tarde. La casa es tal cual la recuerdo entonces. Mi hermano me extiende una máscara de color ocre que no representa nada en particular, me la coloco, ajusta perfectamente. Abrir los ojos dentro de la máscara revela lo distinto que luce todo con ella: en tonos grises, casi blanco y negro, las formas se distorsionan levemente, todo parece estar en perpetuo movimiento, como un viento que devastara las formas sin tocarlas. Mi hermano ya no parece estar frente a mí, cuando miro hacia la ventana veo varias luces, al principio parecen artificiales pero conforme la imagen cobra sentido, noto que se trata de ojos brillantes, pero no puedo distinguir a sus portadores. Se van agrupando en la ventana. meciéndose levemente, curiosos de mi mirada directa. Cada vez son más, de diversos tamaños. No parpadean nunca.

***

Dos gatos, uno sobrenaturalmente enorme y otro de tamaño normal. El gigante es lento y el otro es ágil y combativo. Van aproximándose entre sí, en un ambiente indefinido (parece la antesala de un hotel de lujo, las paredes son de madera oscura y brilla una luz ambarina, pero no distingo su fuente). El gato gigante lanza una dentellada al más pequeño, éste gira y la evade fácilmente, se contrae en un sólo movimiento y parece esperar el segundo ataque, que sucede unos pocos segundos después. Esta vez su modo de actuar es muy distinto: se lanza directamente dentro de esa inmensa boca, a lo cual sigue un maullido doloroso y grave, el gato normal está hiriendo su lengua. La inmensa cabeza gira y por fuerza centrifuga arroja al gato normal, que esta vez se deja liberar y se va huyendo. Sólo gira una sola vez hacia atrás, mirando a su víctima que continua aullando, trae en la boca un largo jirón de carne. Ese parece haber sido su objetivo desde un principio.

11.2.10

Veo el rostro de un ahogado sobre una superficie marina tranquila, llegan en bote hasta él, lo levantan. El cuerpo es totalmente incoherente con la cabeza, diminuto y flaco. incluso la piel es de otro color. Aletea entre espasmos, abre y cierra la boca con la mirada vacía hacia lo alto. Es tan incoherente, como si el cuerpo fuera de un ave despojada de sus plumas y la cabeza de un pez atrapado en el envoltorio frágil de una efigie humana.

3.1.10

Estoy recorriendo el pasillo de un laboratorio o un hospital. Las paredes son blancas, también el piso. La iluminación se distribuye uniforme pero no hay pista o vestigio de cual es su fuente. Voy a pasos firmes, rápidos pero sin apresurarme. Cruzo una puerta y detrás hay varias mesas o camas (o quizá se trate de muebles que cumplen ambas funciones). Hay una mujer esperando, debe tener mi edad y estatura, de hecho podría pensar que es un equivalente femenino de mí mismo. Extiendo mis manos a la altura de nuestros rostros y le muestro un frasco transparente, lleno de un líquido turbio donde flotan dos fetos de unas 24 semanas. Están unidos por el abdomen, el pecho y gran parte del rostro, formando una simetría especular perfectamente definida, desde un trazo violeta en torno a la mejilla y el resto de la frágil membrana en común. Ella lo extrae del frasco cuidadosamente y extiende los cuerpos sobre una charola de acero inoxidable. Hay un aroma difícil de describir en el aire, mitad alcohol y mitad algo más, dulzón y acre simultáneamente. Ella me entrega un bisturí, extiendo con los dedos la zona craneal de los siameses y procedo a realizar una incisión, que va bajando en una sola línea recta hasta la parte baja del abdomen. Los órganos parecen una extensión de la piel, nunca utilizados, como hechos de látex, tan sólo el tono sonrosado de los huesos parece otorgarle algún vestigio de vida a los siameses. En el abdomen hay una estructura esférica sobresaturada de venas y arterias muy finas, trazo otra escisión lo más lentamente posible. Dentro hay un esqueleto perfectamente formado, distribuido en las paredes de la esfera como un fósil, en posición fetal. Extiendo el corte con ambas manos mientras ella trae una herramienta similar a unas pinzas y comienza a separar el hueso del tejido en un solo y delicado impulso: el diminuto esqueleto se despega indiferenciado, como compuesto de una sola pieza.