3.1.10

Estoy recorriendo el pasillo de un laboratorio o un hospital. Las paredes son blancas, también el piso. La iluminación se distribuye uniforme pero no hay pista o vestigio de cual es su fuente. Voy a pasos firmes, rápidos pero sin apresurarme. Cruzo una puerta y detrás hay varias mesas o camas (o quizá se trate de muebles que cumplen ambas funciones). Hay una mujer esperando, debe tener mi edad y estatura, de hecho podría pensar que es un equivalente femenino de mí mismo. Extiendo mis manos a la altura de nuestros rostros y le muestro un frasco transparente, lleno de un líquido turbio donde flotan dos fetos de unas 24 semanas. Están unidos por el abdomen, el pecho y gran parte del rostro, formando una simetría especular perfectamente definida, desde un trazo violeta en torno a la mejilla y el resto de la frágil membrana en común. Ella lo extrae del frasco cuidadosamente y extiende los cuerpos sobre una charola de acero inoxidable. Hay un aroma difícil de describir en el aire, mitad alcohol y mitad algo más, dulzón y acre simultáneamente. Ella me entrega un bisturí, extiendo con los dedos la zona craneal de los siameses y procedo a realizar una incisión, que va bajando en una sola línea recta hasta la parte baja del abdomen. Los órganos parecen una extensión de la piel, nunca utilizados, como hechos de látex, tan sólo el tono sonrosado de los huesos parece otorgarle algún vestigio de vida a los siameses. En el abdomen hay una estructura esférica sobresaturada de venas y arterias muy finas, trazo otra escisión lo más lentamente posible. Dentro hay un esqueleto perfectamente formado, distribuido en las paredes de la esfera como un fósil, en posición fetal. Extiendo el corte con ambas manos mientras ella trae una herramienta similar a unas pinzas y comienza a separar el hueso del tejido en un solo y delicado impulso: el diminuto esqueleto se despega indiferenciado, como compuesto de una sola pieza.