6.9.08

Mi padre y yo vivíamos en una casa ubicada al interior de un bosque. El bosque estaba partido en dos por una carretera que era el único medio para llegar, cada cierta distancia surgían algunos pueblos diminutos. En esa época estuvimos muy aislados: el teléfono rara la vez funcionaba, la electricidad iba y venía. Además, apenas y teníamos algún vecino que dejaba sentir su presencia a lo lejos, en medio del silencio (Un tiempo activó su estéreo y escuchaba música todo el día a volúmenes cada vez más altos, hasta que de pronto dejó de hacerlo, nunca volvió a oírse nada). Lo único que se escuchaba era el sisear eléctrico de los cables, los insectos, o el aullar de algunos perros abandonados. Todo eso cambió poco a poco, hasta que la sobrepoblación agotó los recursos, secó el bosque e hizo imposible habitar la zona.

Pero en ese entonces todo aquello no se veía venir, ni siquiera remotamente. Los días eran rutinarios entre semana, casi una respuesta mecánica al entorno. Lentamente mi padre y yo dejamos de hablar, había fines de semana que no se podía hacer nada más que estar en silencio. Una combinación de calor y humedad nos agotaban, creaban una atmósfera de ensueño febril. Eran días en que soñaba con jinetes violentos y mercados antiguos, como de principios del siglo pasado. En estos sueños de batallas sin sentido siempre era de noche, todo lucía tan real salvo por la presencia de una inmensa torre de piedra con un reloj de manecillas en medio de una plaza, tan alto como un rascacielos. En la plaza, soplaba siempre un viento inclemente.

Fue en medio de estas circunstancias en que una noche mi padre no regresó a casa.

En ese momento no sentí la menor preocupación, me pareció incluso normal que eso pudiera pasar de vez en cuando, pese a que era esta la primera vez que sucedía. Esa primera noche dormí como si nada, aunque el sueño brilló por su ausencia. Salí temprano y regresé la noche siguiente tan sólo para encontrar la casa aún vacía. En una época sin celulares y con una línea de teléfono intermitente todo esto resultó todavía más angustiante. Pude llamar a emergencias y di sus señas, su nombre. Nada, ni el más mínimo rastro.

Así pasaron los días.

Comencé a buscar rastros y posibilidades. Llamé a muchas personas, hice notificaciones, visité su trabajo. Nada. Dejé de salir de la casa esperando su regreso o al menos una llamada que destruyera todas las esperanzas. Siete días después me sentí por primera vez ante la presencia de lo inevitable.

Salí una mañana y regresé por la noche, tan sólo para encontrar la casa como siempre a oscuras, pero la televisión estaba encendida, sin sonido. En medio de la sala estaba mi padre, mirando la pantalla pero sin mirarla realmente. Primero sentí un impulso terrible por despotricar con ira, después quise simplemente preguntar qué había pasado, pero conforme fui entrando a la casa todo comenzó a lucir con una agobiante luz de fatiga y letargo. "Hola papá, ¿dónde estabas?", le pregunté, apenas audible. "No pasa nada", me respondió, después de una pausa, con una voz que se sentía tan lejana y ajena que me estremecí, su rostro lucía apagado e impenetrable, sus ojos en medio de la oscuridad. Me di cuenta que sólo podía irme a mi cuarto. Nunca sabría que pasó realmente.

Durante algunos meses después todo siguió igual. Un día me anunció que se mudaría a otra parte y viviríamos cada quien por su cuenta. Viví allí solo casi una década.

Desde aquella semana no ha pasado un sólo día en que no tenga la sensación abstracta de que alguien está perdido.


5.9.08

Estoy en una cadena de edificios de departamentos abandonados, en ruinas. Camino entre los cuartos sin puertas del piso más alto. Los edificios están interconectados por andadores, algunos de ellos están derrumbados o son intransitables. El cielo luce de un azul esplendente, sin nubes. El sonido del viento es ensordecedor y resuena con un ulular de magnitudes caóticas. Estoy con la espalda contra el muro, me asomo poco a poco por la entrada sin puerta de un departamento. Miro hacia el cielo. Arriba yace flotando una figura con una sola ala extendida (no queda claro si su otra ala está replegada o si realmente carece de ella). No logro comprender qué es, acaso una gárgola o un demonio o cualquier otra entidad mitológica. Sólo flota allí en el cielo, completamente estática, como una L invertida. El polvo que trae el viento lastima mis ojos y debo parpadear varias veces. La figura cambia, se adelgaza y engrosa a intervalos regulares. Decido asomarme por completo, me sostengo del borde del andén con ambas manos y trato de enfocar los ojos. Miro atentamente hasta comprender, veo que van cayendo lo que parecen ser partes de su cuerpo, pero sin devastarlo. Al fin lo veo claramente: No se trata de criatura alguna, es una herida abierta en el cielo. Y sangra profusamente...