28.2.10

Camino por la calle donde está mi casa como durante cualquier otro día. Antes de llegar a la esquina veo a las primeras personas correr y escucho los primeros gritos lejanos. A unos cien metros veo la primer ráfaga de humo incomprensible. Es como un silencio abrupto que va aproximándose, primero desde lo lejos y después en todas direcciones. Sobreviene en un parpadeo, un cambio ligero pero sensible en el matiz de la luz, que va reflejándose en la superficie de metal, todo está cristalizándose en oro. El resultado es intransmisible: el asfalto, las construcciones, los postes, los cables, incluso el cielo: todo va adquiriendo la misma cromática y consistencia del oro. Desde donde estoy veo a quienes derriba la oleada dorada, se fracturan hechos trizas cuando caen al suelo debido a la inercia de la carrera. La oleada está a unos pocos metros de mí, me repliego sobre la pared en el estrecho espacio entre dos edificios contiguos. Evado por unos pocos segundos lo inevitable, los bordes de la estructura a mis extremos van tornándose dorados. Y se cierran.