26.7.08

Mediodía inclemente en la sabana africana, el horizonte es llano por donde quiera que vaya la vista. La vegetación en todos los matices del dorado, tan brillantes que parecen de metal. Incluso las hojas de los árboles lucen en tonos dorados, ocres y algunos rojos. Mi piel es muy oscura, tengo entre 8 y 10 años. Estoy tirado mirando hacia delante, escondido entre los arbustos porque escuché un vehículo pesado aproximarse. Hay guerra, no aquí pero muy cerca. Del vehículo descienden soldados flacos de miradas duras, traen ropas coloridas, empapadas de lodo. Bajan a golpes varios civiles atados y vendados. Siento como la sangre se me agolpa en la cabeza, quiero vomitar, pero sé que si me muevo, aunque sea un poco, compartiré el mismo destino que presiento sobre estos prisioneros. Los acomodan en una fila, un soldado está de pie detrás de cada uno, apuntan un arma a sus nucas, van cayendo uno en uno. Los demás escuchan el chasquido y comienzan a llorar. Debo quedarme quieto, ni siquiera respirar, me tiemblan las piernas. Parpadeo. Entonces todo cambia. Todo cambia porque se me ha refrescado la memoria, me hierve la sangre de urgencia, la adrenalina galopando: mi hermanita está detrás, en algún lugar. Tiene la mitad de años que yo. La perdí de vista, pero está cerca. Ahora debo escoger: Si me muevo podría encontrarla y tratar de huir de ahí, cubrirle la boca y cargarla para que no haga ruido aunque me muerda la mano y me deje cicatrices (o pueden vernos y matarnos ahí mismo); o simplemente quedarme quieto, salvar la vida, dejar que la suerte corra y quizás los dos nos salvaremos. Un soldado levanta su rifle y mira en todas direcciones con su mira telescópica. Hundo la cara lo más que puedo sobre la tierra y me quedo una eternidad esperando la detonación, que toda duda se despeje, dolorosa o no, que todo termine al fin, no importa como...


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Una rata corre, simplemente corre por un terreno liso interminable, sobre ella laminas de madera apenas a la altura de cuerpo. Alguien le ha pintado la cabeza de un rojo brillante. Al fin sale a una zona más abierta, es un museo. Una ballena inmensa flota debajo de los cables que la sostienen. Desciende por los cables, encuentra el agujero por donde en vida respiraba el animal. Penetra. Adentro hay un hueco vastísimo que huele a resinas asfixiantes. Está de nuevo afuera, aferrada al abdomen de la ballena, que ahora atisbo está partida en dos. Cuelga de la cola, gira y ve un barandal, asciende. Asciende cada vez más, sólo sube, desesperada. Escaleras de caracol, paredes de piedra. Llega al techo. Es de noche, un cielo estrellado la cubre. Contempla el cielo o en todo caso gira su cabeza hacia arriba y olisquea el aire. Le duelen las patas, que tiene muy heridas, pero no hay tiempo, mira un tubo de desagüe en la pared y entra al túnel, desaparece en la noche.

Una feria arcana, de colores brillantes, una ruleta. Un hombre brutal sostiene con sus inmensas manos una rata, a todas luces distinta a la anterior. Con los dedos va pintando de rojo su inquieta cabeza, le ata con cierta delicadeza una cuerda en el cuerpo, el otro extremo lo ata al centro de la ruleta. La suelta y la deja correr en círculos. Los hombres apuestan. Voces apagadas, cada vez más débiles, subterráneas.


[ Dos visualizaciones durante los ensayos de Fando y Lis.]


17.7.08

Niños-demonio de un rojo encendido en los contornos, de cuerpos delgados y transparentes. Deslumbran en la oscuridad, su brillo parece aumentar y apagarse según su respiración. Están reunidos estrechamente al fondo de una fosa o una cueva o alguna otra cavidad subterránea, como una camada de crías. Uno roe un hueso largo, quizás un fémur. No inquietan, se ven tan naturales como cualquier otra cosa. No interactúan entre sí, al contrario, parecen inmersos en una suerte de soliloquio animal e indolente de recién nacidos. En el aire hay un aroma a hongos y tierra húmeda, pero no es desagradable.

Delirios de fiebre.

14.7.08

Tengo un cráneo adornando una repisa de mi librero, no está blanqueado sino apenas un poco lacado. Fue un regalo inesperado de fines de curso, de parte de un compañero en la preparatoria cuyo abuelo era médico y recién había fallecido, nadie quería sus cosas. Poco sé de quién fue en vida. Mi amigo me dijo que a lo más es un hombre de unos 40 años, probablemente provenga de una fosa común. Lo databa de tiempos de la Revolución. Quizá sea una víctima anónima del combate.

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Historias de gigantes: no recuerdo qué familiar de algún pueblo lejano del norte, de visita esporádica en la ciudad, me contó hace más de 25 años varias historias de gigantes. Me hablaba de minas donde de pronto surgía un esqueleto humano inmenso. Lo reducían a polvo y con eso preparaban una sopa colectiva donde a todos los niños se les daba a tomar del potaje "para que se hicieran fuertes", en medio de una fiesta donde participaba todo el pueblo.

Me dijo también que había un gigante que robaba de noche las casas. El pueblo se organizó y lo mató. Según mi pariente, su cuerpo tuvo el mismo destino que sus demás congéneres.

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Quedan pocos museos donde se respire el aire de los tiempos que nos precedieron. Recuerdo el esqueleto del dinosaurio en el Museo del Chopo, elevado entre pedestales y alambres, en medio de un cuarto amarillento, rodeado de especímenes conservados en formol. O un feto petrificado intra utero en Santo Domingo. Las momias de algunos monjes, de rostros desencajados y efigies turbias. Un aroma a madera quemada en el aire.

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Tengo un diccionario médico alemán-español que data de 1872. Hojeándolo encontré en una página una huella trazada en un tono ocre apagado. Es a todas luces sangre. Un dedazo dejado mientras se consulta, apresurado, una palabra difícil. No sé con exactitud qué palabra fue la que provocó la duda. La página describe los procesos de autopsia.

El presentimiento me impactó tanto que la noche en que lo descubrí soñé toda la escena, incluso el instante de la duda. Toco la página y, sin darme cuenta, dejo una mancha irreversible.