1.
En sus últimos días, mi abuelo materno vivía en una de las zonas más pobres de la ciudad. Hasta muy poco antes de su muerte trabajó muy puntual, se levantaba a las 5 a.m. para repartir periódicos a varios voceadores del centro. Lo hacía por gusto, no tenía ninguna necesidad de trabajar, pues en la pequeña vecindad en la que ocupaba un diminuto cuarto sin puertas no sólo era respetado y querido, sino además era muy admirado por el modo en que le relataba las últimas noticias a quienes no sabían leer, hilando las historias de los días anteriores, extendiéndose meses atrás, incluso años.
El abuelo era muy alto, aún para su casi décima década de vida medía un metro noventa. Llegaba a veces los domingos a visitarnos, casi siempre nos daba dulces, para luego sentarse en un sillón a chupar un limón y tomar un tequila que le duraba lo que parecían ser horas y dormitar tranquilamente. No hacíamos ruido, no tanto por disciplina sino porque esa inmensa presencia imponía silencio. No me sentía capaz de mirarlo fijamente, por muchas ganas que tuviera, a lo más lo escuchaba murmurar: recitaba interminablemente nombres de calles, de avenidas, de referentes domiciliarios. Un tiempo había sido velador en una fábrica y mucho antes mensajero. Para él las calles lo eran todo, la única constante en un mundo cambiante.
En sus sueños seguramente recorría una y otra vez aquella ciudad a la que nutria con información, tocaba puertas y comía en algún mercado o donde lo alcanzara la hora. Tal vez la mitad de las personas y lugares que frecuentó ya no existen más.
Ahora, cada vez que el insomnio me deja despierto hasta las 5 a.m., pienso en él, en medio de ese mismo silencio de la madrugada que le debió ser alguna vez tan familiar.
2.
Camino por la calle donde vivo, es un día nublado, casi monocromo, la hora está indeterminada pero luce más como una tarde, cuando el sol declina sin destellos. Estoy solo, no hay peatones, ni siquiera veo a las personas en sus casas, ni pájaros, ni insectos, las ventanas están cerradas. Tampoco hay autos: ni estacionados ni en movimiento. En resumen, ninguna señal de vida. Todo el tiempo cae una lluvia suave, tan delgada que casi es una neblina, es un tipo de lluvia que sólo he visto en las montañas. Un rocío glacial me empapa la cara y las manos, miro hacia el final de la calle... veo una figura azul alargada que viene levitando lentamente desde detrás de un edificio de departamentos, flotando a unos seis metros del suelo. Se aproxima, vislumbro que es una inmensa serpiente de un azul oscuro muy especial, eléctrico y palpitante, de unos veinte metros de largo por ochenta centímetros de ancho, fina y abismal. Levita por encima de mí y veo desde abajo como corta el paso de la lluvia con su cuerpo. Indiferente, da la vuelta en la esquina, y se va...
3.
No recuerdo la hora del día, ni el momento exacto, pero pocos días después de haber ido hasta la casa del abuelo a celebrarle su cumpleaños, mi madre anunció lo inevitable:
- Tu abuelito acaba de morir.
Mire desconcertado hacia el sillón que alguna vez ocupó, con las palabras resonándome en mi mente de apenas cuatro años de edad.
-¿Eso que significa?-, pregunté a mi abuelo.
-Significa que a partir de ahora ya no podemos vernos, ni hablar-, me dijo, aún sentado, con la boca reseca y la mirada vacía, pero impecablemente vestido, tal y como fue siempre, desde mucho antes de que me hubiera conocido.
4.
La última vez que busqué sistemáticamente donde mudarme, di con una casa inmensa en la misma zona donde vivía mi abuelo. En realidad era más como un grupo de cuartos interconectados formando una letra U, en torno a una entrada y un patio común. Era una vivienda muy vulnerable, rodeada de una pared fácilmente escalable. Empero, la zona era muy tranquila, quizá demasiado. Me fue muy difícil llegar hasta ahí porque el transporte era muy escaso y remoto, caminé al menos unas veinte calles para llegar. Contaba con todos los servicios, aunque la luz eléctrica era más bien rutilante y el agua que surgía de las tuberías caía a cuentagotas sólo a ciertas horas del día.
Salí de ahí a media tarde, para descubrir que no contaba con vecinos. Caminé por las calles para catar la zona, los negocios cerrados y las casas abandonadas abundaban, mientras que en las pocas que sí lucían habitadas algunos ancianos miraban la televisión, casi sin interés. Muy cerca llegué a un parque que bordeé para aproximarme a una avenida más o menos transitada. Todos los juegos estaban descascarados y rotos, el césped crecía libre donde podía; donde no, los charcos y el barro florecían entre las grietas del asfalto. Un carrusel de caballos con base de resorte se oxidaba ante las últimas luces del sol, la humedad goteaba bajo sus barrigas y formaba un charco entre el líquido y el metal.
Me pensé viviendo allí, pero no ahora sino en muchos años. Me vi cada tarde envuelto en ese mismo crepúsculo que no parecía poder ser perturbado por nada ni nadie.
No fue la última vez que encontré un lugar así, mi ciudad es tan colosal que admite estas zonas muertas, como burbujas de alto vacío que lentamente se van expandiendo, absorbiendo su entorno con su imponente abandono y silencio. En ese instante, tuve la clara visión de que, algún día, toda la ciudad será exactamente así.
5.
Mi madre estaba lavando los trastes, como cada tarde: "Hoy me acordé de tu abuelito, de lo que soñé la noche que murió".
"Soñé que estaba en la azotea de este mismo edificio, el cielo lucía muy azul y soleado, yo estaba tendiendo unas sábanas. Miré hacia arriba y vi que entre las nubes había varias figuras entrando y saliendo de ellas: eran delfines. Todos los delfines comenzaron a dispersarse, excepto uno, que comenzó a dar de piruetas y silbar, justo encima mío. Por un momento se quedó quieto y me miró fijamente, hasta que de pronto comenzó a chasquear y silbar de nuevo. Entonces se alejó con los demás, se hundió entre las nubes. Ya no volví a verlo".