28.6.08

Una granja, es media tarde. Mis ojos son una cámara pues veo el cromatismo alterado: Un filtro ambarino. En todo caso no contemplo la escena con ojos humanos. Es un rastro, veo las carnes ahumadas secándose al aire, colgando de ganchos y cadenas desde el techo, a unos seis metros de altura. Hay piernas enteras, lomos, cajas torácicas saladas y algunos embutidos de colores macilentos, enfermizos.

Entra un hombre de unos 50 años, increpándose violentamente a sí mismo, pero no puedo oír lo que dice. Lo sigue detrás una mujer de su misma edad, a todas luces su esposa, que lo toma de los hombros aunque él le da la espalda. Lloran juntos, proyectan una aura creciente de arrepentimiento y desesperación.

Han entrado por una puerta que está detrás, al fondo. Me dirijo a la puerta y conforme lo hago, llegan murmullos del otro lado, cada vez más claros, más nítidos. Aumentan en volumen, son gritos de niños. Al menos una decena de niños gritando intensamente, pero es indistinguible si son gritos de miedo o de jubilo. Se hacen más intensos, por momentos un escalofrío me recorre la espalda, en oleadas; o una sensación de alivio cuando me parece distinguir risas entre la cacofonía. Estoy tan cerca de la puerta cerrada que puedo ver los remaches, las fisuras en la madera, el óxido en el metal. Ahora los gritos son casi ensordecedores y más indistinguibles que antes, me llena una sensación combinada de urgencia y pavor por conocer lo que hay detrás. Pero nunca abriré la puerta, el gesto queda allí, en la simple intención.

Despierto y todavía es de noche, las plantas proyectan sombras agudas y altivas...